La historia de Fabergé

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Cerremos los ojos e imaginemos los ostentosos palacios, decorados profusamente con mármoles y granito, estucos dorados y colores pastel en el exterior. Los interiores lucían finísimos muebles enmarcados en caprichosas maderas doradas, forrados con exquisitas telas de Damasco. Las paredes desplegaban enormes gobelinos que describían desde escenas bucólicas hasta hazañas épicas. Los retratos tampoco podían faltar. Cada monarca se hacía retratar enfundado en un flamante uniforme militar, con figura esbelta pero viril; a veces, incluso montado en un brioso corcel, dirigiendo algún combate ficticio. Ellas, en hermosos vestidos, presentaban un rostro cándido e inmaculado al espectador. Los adornos no podían faltar, cada uno más exquisito, más sofisticado, más exótico… El reloj de China aquí, el jarrón traído de un lejano país acá, o la alfombra de setenta nudos por centímetro cuadrado —regalada por el sah de Persia— allá.

Fabergé

Aquellos palacios, que no necesariamente eran de buen gusto, se convertían cada tanto en la sede de grandes banquetes, donde desfilaban platillos exquisitos para deleite de los distinguidísimos comensales, quienes no perdían ocasión para mostrar lo mejor de su guardarropa, joyería y otros símbolos de estatus en la época. Las grandes señoras, empenachadas y con peinados complicadísimos, aparecían metidas en frondosos vestidos que apenas les permitían, no ya moverse, sino respirar. Todos sonreían y flirteaban, buscando ver y ser vistos, y por qué no, lograr el favor del monarca.

Desde luego, los viajes no podían faltar. En el último tramo del siglo XVIII, la aristocracia británica puso de moda el llamado Grand Tour como coda a la formación de sus jóvenes. Aquellos gozaban la experiencia de ausentarse por meses, incluso años, para recorrer los principales centros de la cultura europea: París, Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Venecia… los más aventureros iban a parar a Grecia e incluso a Egipto. Para el siglo XIX, mientras más lejos llegaran, mejor: China, Japón y ¿por qué no?, una vuelta al mundo…

Los yates fueron (y son) símbolos de estatus entre la aristocracia y las casas reales, cada uno más lujoso que el siguiente, más grande, más rápido. Esta era una de las tantas formas como las dinastías de la Europa de los siglos XVIII y XIX competían. Era una carrera por deslumbrar a sus súbditos y opacar a sus rivales. Los Hohenzollern en Alemania, los Romanov en Rusia, y hasta la mustia reina Victoria, sentían la necesidad de desplegar su riqueza, reflejo de la de sus imperios, en palacios, banquetes, viajes y yates. La competencia parecía ir en paralelo a la rivalidad imperialista y a la carrera armamentista en que se empeñaron todos a finales del siglo XIX.

Fabergé

El despliegue de riqueza, ya lo dijimos, no siempre implica buen gusto. Dicen que este se encuentra en los detalles, en pequeñas cosas que pasan inadvertidas al observador común, pero no a quien tiene la sensibilidad de percibir el equilibrio y la armonía, fórmula de lo bello, dicen los doctos. En ese campo, nadie como Peter Carl Fabergé y sus creaciones. Los Romanov contaron con sus servicios de manera casi exclusiva. Y si en palacios y yates la competencia era más o menos pareja, las creaciones del joyero dieron a los zares muestras de gusto exquisito que ninguna casa real podría igualar.

Peter Carl Fabergé descendía de una familia de artesanos alemanes de la región del Báltico, hoy Letonia. Su padre se estableció en San Petersburgo, donde abrió un negocio de joyería en 1842, el cual heredó nuestro protagonista en 1870. El negocio no era malo, pero sus famosos huevos de Pascua lo catapultaron a la fama.

La celebridad de Fabergé no pasó inadvertida en la corte rusa. En 1882 triunfó en una exposición en Moscú, lo cual decidió al zar Alejandro III para hacer un encargo, el primero de muchos. La Pascua ortodoxa es una de las principales celebraciones en Rusia, motivo de regalos y de los inevitables huevos de Pascua. ¿A quién se le ocurrió la idea de los huevos? Quizá al mismo zar, quien encargó un huevo conmemorativo al afamado joyero para regalarlo a su mujer, la zarina María Fiódorovna, en 1885. La única indicación que se dio a Fabergé era que el huevo debía contener una sorpresa. Así nació el primer huevo de la prestigiosa firma: La gallina imperial.

Este primer huevo, exquisito e ingenioso, era aún sencillo. El aspecto exterior era un simple huevo de esmalte blanco: al girarlo se abría, dando paso a una yema de oro, que, una vez abierta a su vez, revelaba una gallina dorada con plumas perfectamente delineadas, que… volvía a abrirse para exponer, en miniatura, la corona imperial rusa. María quedó fascinada, por lo que el zar decidió encomendar a Fabergé otro huevo para la siguiente Pascua, iniciándose así una tradición que su hijo, Nicolás II, continuó.

Fabergé

Los encargos se hacían con un año de anticipación. Podían tener un tema dado o quedar a la inspiración de Fabergé. Pero las condiciones siempre eran las mismas: debía contener una sorpresa en su interior, que además debería ser un secreto absoluto hasta la apertura del huevo. Finalmente, debían ser piezas únicas: de ahí su increíble valor. Es justo aclarar que los huevos no eran siempre del tamaño de uno real. Las dimensiones varían tanto como los diseños.

Todos los años, la corte hervía en curiosidad por lo que Fabergé entregaría, pues nadie tenía la menor idea de la sorpresa que guardaba en su interior. ¿Cómo sería el huevo de esta Pascua? ¿Habrá alguno conmemorativo? ¿Sorprenderá el zar a su madre con uno este año? Su costo era prácticamente inaccesible para todos, solo los zares y pocos más podían regalarse tan deslumbrantes lujos.

Cada huevo intentaba opacar al anterior. El artista debía superarse todo el tiempo. Huevos más complejos, ricos e ingeniosos, echando mano de estilos recogidos en sus viajes, como el barroco, el rococó y el neoclásico. El oro y la plata, símbolos evidentes de lujo y riqueza, estarían siempre presentes, pero eran los demás materiales, utilizados y combinados con tal habilidad, los que daban a las obras los tonos que las hacían tan especiales. Platino, paladio, acero y níquel se combinaban para tal efecto. Por supuesto, no podían faltar minerales como la malaquita de los Urales, el jaspe, el ágata y el lapislázuli, o piedras preciosas como los rubíes, los zafiros, las esmeraldas y, desde luego, los diamantes.

Memoria de Azov

Con el tiempo, los encargos de la casa real no se limitaron a la Pascua. Hubo huevos conmemorativos como el de la victoria sobre Napoleón, el de Pedro el Grande, para celebrar la coronación de Nicolás II o la inauguración del Ferrocarril Transiberiano. Todos ingeniosos, todos exquisitos y algunos francamente espectaculares, como el de la coronación de Nicolás. Bajo una “cáscara” de oro esmaltado y diamantes aparece la sorpresa: una carroza de diez centímetros, réplica exacta de la utilizada aquel día; hecha en oro y diamantes, su nivel de detalle es fascinante. Hoy está en manos de un coleccionista privado de origen ruso.

Los diseños, variadísimos, van desde lo épico —como el de Pedro el Grande, que aparece en la sorpresa en forma del Jinete de bronce, réplica del monumento levantado por Catalina la Grande en su honor—, hasta el conmovedor huevo del zarévich Alexis.

 

Alexis, el heredero al trono, había nacido en 1904 con la maldición de la hemofilia. El pronóstico de la enfermedad era fatal para la época, y era cuestión de tiempo para que lo peor sucediera. La angustia por lo que el destino pudiera deparar a su hijo dominó los ánimos de los zares por el resto de sus días. En una ocasión, el zarévich tuvo una crisis brutal, una hemorragia interna incontrolable. Los médicos lo desahuciaron, incluso comenzaron a redactar el acta de defunción, mientras gente allegada al desconsolado zar organizaba el cortejo fúnebre. Pero el milagro sucedió. Alejandra, la zarina, escribió a Rasputín, pidiéndole que regresara de su exilio, a donde había ido por órdenes de Nicolás II. El santón respondió: “Cristo ha visto tus lágrimas y oído tus plegarias, el pequeño no morirá”. Dicho y hecho, Alexis comenzó a mejorar, incluso antes del regreso de Rasputín.

Fabergé

En 1912, como tributo a este inexplicable acontecimiento, Fabergé entregó un huevo conmemorativo. El exterior era de lapislázuli y una red de oro que daba vida a un águila imperial, flores, cupidos y guirnaldas. Dos grandes diamantes coronaban el flamante “cascarón”. La sorpresa en el interior era un águila bicéfala, símbolo de los Romanov, hecha en platino, recubierta de diamantes, que servía como marco para un retrato de Alexis en su icónico uniforme de la armada imperial rusa.

El prestigio de Fabergé se desbordó con los encargos de la familia imperial, para la que diseño 52 huevos. El príncipe Yusúpov, asesino de Rasputín, no quiso quedarse atrás, y en 1907 mandó hacer uno para su esposa, la bellísima gran duquesa Xenia. La familia Rothschild también perteneció al selecto club de poseedores de un huevo Fabergé.

La revolución bolchevique acabó con la monarquía y con la Casa Fabergé. Gustav Carl, como muchos otros, marchó al exilio. Murió en 1920 en Lausana, Suiza. Dejó un legado irrepetible, y se le considera uno de los más grandes orfebres de la historia. Su obra quedó inevitablemente enlazada con una época de esplendor y lujo, muriendo también, como ella, en 1917.

Fabergé

Es sorprendente, visto a la distancia, que tantas de sus obras sobrevivieran a los bolcheviques. De los 69 huevos fabricados se conservan 61, ya sea en museos o en colecciones privadas. De los ocho faltantes se conservan registros fotográficos y una descripción clara. Su valor es inmenso, como lo atestiguan las subastas en donde, en rarísimas ocasiones, aparece un huevo Fabergé.

La última fue en 2002, donde un comprador anónimo adquirió el huevo Rothschild, que representa un reloj, por la friolera de 18.5 millones de dólares. Sin duda, su carácter de verdaderas ediciones limitadas, donde las haya, los vuelve fascinantes para coleccionistas impenitentes y archimillonarios. La posesión de un huevo Fabergé separa a los ricos de los súper ricos, diría alguien por ahí.

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