Llegué a Encanto, Fuego y Mar con la curiosidad tranquila de quien busca un lugar nuevo sin expectativas prefabricadas. Desde el inicio, el ambiente me transmitió una serenidad envolvente: luz cuidada, un ritmo pausado en el salón y un equipo que sabe recibir con naturalidad, sin gestos de más. Me acomodé con esa intuición suave de que la experiencia podría ir revelándose poco a poco, sin necesidad de anunciarse.
Comencé con las gyosas de betabel, presentadas con una armonía clara entre textura y contraste. Mientras exploraba el primer bocado, las proyecciones cobraron vida alrededor, acompañando la mesa sin imponerse. Las escenas —un océano profundo, una ciudad vibrante— fluían con la misma lógica que los bocados de pulpo con radicchio y blueberries, donde la combinación parecía responder a una intención precisa. Todo avanzaba con un ritmo sereno, casi coreografiado, en el que nada parecía querer acelerar el momento.

Cerré con un pastel de crepas con crema de almendras y fresas que aportó un final suave, casi contemplativo. Mientras las pantallas viraban hacia un cielo estrellado, entendí que Encanto se construye desde la intención: cada detalle tiene un lugar, cada elemento acompaña sin saturar. Salí con esa sensación silenciosa pero firme de haber vivido una experiencia bien hilada, y sí, uno regresa porque la memoria invita, no porque lo diga la costumbre.





